Fiebre por el ‘Fake Food’ en Japón: la comida que no se come

Fiebre por el ‘Fake Food’ en Japón: la comida que no se come

Gujo Hachiman, una pintoresca ciudad escondida en las montañas a más de tres horas al oeste de Tokio, afirma ser el hogar de la industria de la comida de mentira («Fake food»), que ahora tiene un valor estimado de 90 millones de dólares. Se dice que el padre de la comida falsa, Takizo Iwasaki, se inspiró en las gotas de cera de vela que se formaban en el suelo de tatami de la casa que compartió con su esposa, Suzu, en Osaka, según su biografía.

Después de meses de perfeccionar su técnica, Iwasaki hizo a Suzu una tortilla falsa adornada con salsa de tomate que, en un principio, la mujer no supo distinguir de la real. Mientras que algunos artesanos ya habían empezado a hacer modelos rudimentarios de alimentos en la década de 1920, Iwasaki fue pionero en un método de producción que combinó la precisión con el volumen, y decidió así abrir un taller en su ciudad natal de Gujo Hachiman. Su tortilla apareció en una tienda departamental en Osaka en 1932, y así nació una industria.

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La teoría más prosaica es que el auge de la comida falsa surgió de la demanda de los restaurantes para los menús en la posguerra. «Comer fuera podía ser un desafío para algunas personas en esa época, por eso los restaurantes vieron esta idea una buena opción», dice Katsuji Kaneyama, presidente de Sanpuru Kobo (Sample Kobo), una de las varias firmas de comida de mentira en Gujo Hachiman, cuyos productos representan aproximadamente dos tercios del mercado interno. Un equilibrio entre el realismo y la estética «El truco está en lograr un equilibrio entre el realismo y la estética: la comida que se ve más deliciosa no es necesariamente la más realista», dice Kaneyama, quien tiene a 10 artistas trabajando a tiempo completo, los cuales producen hasta 130.000 muestras de comida falsa al año, hechas de material duradero.

«Y la comida más realista podría no parecer tan deliciosa». En la tienda adjunta al taller Sample Kobo, las filas de turistas llenan cestas con llaveros, imanes de nevera, memorias USB, sacapuntas y otros recuerdos, y esperan para probar alguno de estos alimentos falsos. Sin embargo, estas réplicas de comida no son baratas. Algunos de los modelos más complejos pueden costar varios cientos de dólares, y todos los artículos cuestan más que los platos que representan. Los artistas de Sample Kobo hacen cada artículo a mano, pintando con aerógrafo cada detalle hasta que estos son prácticamente indistinguibles de lo real. Kaneyama, sin embargo, rechaza la preocupación de que la industria sea superada por la tecnología de impresión 3D.

«Las impresoras 3D son un producto decente, pero en realidad lleva más tiempo y cuesta más de lo que piensas». Pero su principal objeción es la estética: «Puedo distinguir fácilmente la diferencia entre un modelo impreso y uno que ha sido creado minuciosamente a mano», dice. «Hay algo sobre la apariencia y el tacto de una réplica hecha a mano que no creo que se pueda recrear en una impresora 3D». En la tienda, los artistas pintan semillas en rodajas de plátano y pegan trozos de atún a la bolas de arroz. En frente de ellos hay una minuciosa presentación de ramen con palillos y unos fideos en un tazón. Las estanterías están llenas de una mezcla ecléctica de comida occidental y japonesa y de peces y cangrejos araña del río ayu que parecen haber sido sacados del agua al instante. Kaneyama afirma que sus artistas son capaces de recrear los platos más difíciles que cualquier persona quisiera probar. Al ser preguntado sobre cuál es el más difícil de conseguir, Kaneyama sonríe y responde: «Sushi».

Visto en: 20minutos

 

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